Sefarad: identidad, convivencia y conflicto

equintanilla grupo
Por equintanilla grupo
35 Min Lectura

El presente trabajo proporciona al profesorado herramientas didácticas para analizar con el alumnado de 4º de ESO y de Bachillerato las circunstancias concretas que impidieron la convivencia entre judíos y cristianos en la España bajomedieval.

Consta de dos partes diferenciadas: Una propuesta didáctica interactiva, que se enlaza, y una publicación en libro que recoge todos los materiales. La propuesta didáctica consta de 14 textos con sus materiales adjuntos y una propuesta didáctica específica para la ESO y otra para Bachillerato.

Enlace a la propuesta interactiva

Monografía sobre la presencia de los judíos en la Península Ibérica durante la Edad Media.

Los judíos en España. Historia de una persecución

Presentación

El material tiene dos centros de atención:

El primero, indaga en la convivencia interétnica en la sociedad medieval, periodo en el que la pluralidad cultural y religiosa era la nota característica de la Península Ibérica. Se proporcionan para ello materiales que dan cuenta de esta diversidad y muy particularmente de la minoría judía y de sus relaciones con el mundo cristiano. Junto al relato de su presencia en la Península, su distribución, sus ocupaciones, sus rasgos identitarios, se reflexiona sobre las causas de los conflictos y se proporciona información sobre su trágico desenlace.

Pretendemos recuperar una parte de nuestra historia que carece de lugar en los programas oficiales que básicamente reiteran una visión de España en la que lo judío y lo islámico no forman parte de nuestra identidad cultural. Queremos así saldar una deuda con la mala tradición española que sólo se reconoce en el legado del catolicismo.

El segundo, se detiene en desvelar los mecanismos del rechazo que hicieron imposible la vida en común. La intolerancia de finales del medievo encierra enseñanzas de una enorme trascendencia en el presente, en que asistimos al incremento de la xenofobia y el racismo respecto a otras minorías.

La vida en la sociedad multicultural del presente exige una nítida consciencia de que todo se puede quebrar si convertimos a determinados colectivos en el blanco de prejuicios que justifican comportamientos discriminadores y actos violentos. Ayer, tal espiral discriminatoria se construyó sobre la diferencia religiosa; en el presente, una supuesta incompatibilidad cultural, a la que no es ajena la religión, puede llevarnos a recorrer caminos semejantes. De su mano asistimos a nuevos discursos sobre la identidad nacional que se presenta como incompatible con otras expresiones culturales.

Una meditación sobre el pasado a la que nos invita Walter Benjamin utilizando la poderosa imagen del Angelus Novus de Paul Klee, donde el discurrir del tiempo se contempla como una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina: «Bien quisiera él [el ángel] detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso».

Se trata, en definitiva, de desmontar una visión lineal del curso de la historia que interpreta cada cambio como una mejora, cada nueva etapa como un progreso, y contribuir a remplazarla por la compleja articulación de momentos en que fue posible elegir caminos diversos y no siempre se eligió el mejor en términos de bienestar de la mayor parte de los hombres y mujeres (Fontana, 1994: 154). Animados por las políticas de verdad, justicia y memoria, abogamos por una nueva cultura escolar que contribuya a un análisis crítico de nuestro pasado, que dé cabida a la pluralidad de las memorias, a la preservación de sus legados culturales y a celebrar los momentos luminosos en que fue posible la convivencia con el otro. Condiciones imprescindibles, todas ellas, para construir sociedades donde la diversidad sea objeto de celebración.

Prólogo a la monografía de Ramón López Facal.

1. ¿Qué es ser judío?

Judío es quien profesa el judaísmo, una de las religiones más antiguas que existen. Para ella todo ha sido creado por Dios y las personas lo han sido a su imagen y semejanza; estamos obligados a actuar haciendo el bien, ya que de lo contrario cometemos pecado y seremos castigados. Cree en la inmortalidad del alma, la resurrección de los muertos y el Juicio Final.

A partir de ella se han formado, en distintos momentos de la Historia, las dos grandes religiones monoteístas actuales, el cristianismo y el islam. Las tres son conocidas como religiones del Libro, porque están basadas en la existencia de una doctrina directamente revelada por Dios y recogida en un texto que los judíos llaman Torá y los cristianos Antiguo Testamento. Muchos de los personajes de este texto son reconocidos y venerados como profetas menores por el Corán islámico, que recoge la verdad revelada a su gran profeta Mahoma.

La sinagoga es la asamblea de fieles judíos y el lugar de culto y estudio. El término proviene del verbo latino, que a su vez deriva del griego, reunir, congregar.

Términos de interés para conocer mejor algunas de las costumbres religiosas de los judíos son el Sabbat, el baño ritual, la cocina Kosher, la circuncisión, el Bar Mitzvah y el enterramiento.

En la actualidad, el término «judío» también se utiliza para designar a aquellas personas que, aunque no practiquen esa religión, se identifican con las tradiciones y la cultura que este pueblo ha ido manteniendo a lo largo del tiempo en su vida cotidiana.

2. El conflicto Iglesia-Sinagoga

La ruptura entre el cristianismo y el judaísmo se produjo en el siglo I d.C por las discrepancias acerca de la figura de Jesús de Nazaret y sus enseñanzas. Las primeras diferencias surgieron en torno al año 50 d.C en el llamado Concilio de Jerusalén y la ruptura se aceleró tras las guerras judeo-romanas de los siglos I y II d.C.

Los judíos condenaron a los cristianos a fines del siglo I, al introducir una nueva plegaria contra los herejes entre los que se incluye a los cristianos. Por su parte, durante los primeros siglos del cristianismo, se desarrolló entre los Padres de la Iglesia toda una literatura conocida como «adversus judaeos» cuyo cometido fue combatir al judaísmo y poner fin a todas sus influencias.

El emperador Teodosio (Edicto de Tesalónica del año 380 d.C) instauró el cristianismo como religión oficial del Estado e inició una legislación que fue dejando a los judíos en situación de inferioridad jurídica y social. 

A lo largo de la Edad Media la situación de los judíos sufrió diversos avatares:

  • Tras la caída del Imperio romano, en la península ibérica se establecieron los visigodos. El rey Recaredo se convirtió al catolicismo en 589. A partir de entonces se promulgó una nueva legislación antijudía.
  • La entrada de los musulmanes en la Península en el 711 supuso para los judíos una liberación. Los nuevos gobernantes fueron benevolentes con ellos de acuerdo con las normas del Corán que prohíben la conversión forzada a las gentes del Libro.
  • Los judíos emigraron hacia los reinos cristianos con la llegada de los Almorávides en 1086 y, sobre todo, de los Almohades en 1146. Los reyes les dieron todas las facilidades para instalarse y, a lo largo de los siglos XII y XIII, disfrutaron de un período de prosperidad que se irá quebrando desde el Concilio de Letrán de 1215.

3. Lugares de establecimiento y población de los judíos en la península ibérica

La llegada de los judíos a la Península debió producirse a fines del siglo I d.C. Los primeros lugares de asentamiento fueron las ciudades costeras del Mediterráneo. En el siglo IV ya están presentes en ciudades del interior. Durante el periodo visigodo queda constancia de su importancia en las regiones meridionales y orientales.

A partir del siglo VIII la llegada de los musulmanes facilitó el establecimiento de nuevas comunidades judías que alcanzaron su máximo esplendor cultural entre los siglos VIII y XI. En casi todas las ciudades musulmanas había barrios judíos. Desde finales del siglo XI se trasladan a los reinos cristianos y se asientan en sus ciudades.

En la Castilla del siglo XIII destacan, por su importancia, las comunidades judías de Burgos, Segovia, Toledo, Sevilla y Córdoba. La aljama de Toledo, principal centro de la judería española, contaba con unas trescientas cincuenta familias. En el reino de Aragón, en el mismo siglo, existían once comunidades entre las que destacaban las de Zaragoza, Huesca y Calatayud. En Barcelona, Valencia y Mallorca también había una importante presencia judía. Hasta mediados del siglo XIV, Sefarad fue el lugar de Europa donde más floreció su cultura y se desarrolló su población.

Al igual que sucede con el resto de la población, determinar el número total de judíos no es fácil: alcanzan los cien mil en Castilla según el padrón de Huete de 1291, pero decrecen en el siglo XIV como consecuencia de las pestes y de las persecuciones de que fueron objeto. Para finales del siglo XV se estima que habría entre los  doscientos mil y los doscientos veinte mil  miembros.

4. La Aljama

La aljama o judería designa a la comunidad judía de una población. Es también una institución mediante la cual se gobiernan sus miembros.

Se regía por estatutos aprobados por el rey y era autónoma en sus propios asuntos: mantenía el orden, recaudaba impuestos para sostener la sinagoga, los rabinos, la escuela y la beneficencia, la carnicería kosher y el cementerio. La presidía un Consejo formado por miembros de las familias destacadas de la comunidad. Ellos hacían cumplir sus estatutos y vigilaban la conducta religiosa y moral de todos sus miembros: si observaban las fiestas religiosas y se abstenían de trabajar en sabbat, si comían conforme a las prescripciones judaicas, etc. La aljama podía juzgar y condenar a los infractores a diversas penas, incluida la de muerte.

Generalmente, se ubicaban cerca del castillo, de las propiedades del rey o del delegado del poder real. Tenían una serie de rasgos comunes: viviendas que en su parte inferior era taller artesanal, una agrupación de oficios por calles, un mercado donde se vendían los objetos elaborados por sus artesanos…

5. La mujer judía

La vida de las mujeres judías en la Edad Media peninsular era muy similar a la de las mujeres cristianas y a la de las mujeres musulmanas. Transcurría en el interior de las casas, dedicadas a la vida doméstica, excluidas, de forma general, de la vida pública. Vivían bajo un estricto régimen patriarcal que, además, las consideraba imperfectas e inferiores a los varones.

Hija, esposa, amante, y, especialmente, madre, la mujer conocía todo lo relacionado con el espacio doméstico: crianza y educación de los hijos, costumbres del embarazo y del parto, alimentación, limpieza, celebración de las fiestas religiosas, y de bodas, nacimientos y ritos mortuorios. Su ocupación en las cosas de casa, aunque no remunerada, era una gran ayuda a la economía del hogar. Todas estas costumbres eran muy rígidas y convertían a las mujeres en guardianas de las costumbres y educadoras de los hijos e hijas en el mantenimiento de las tradiciones.

Las mujeres de buena posición apenas salían de casa, a diferencia de las más pobres, que tenían que ganarse la vida con distintos trabajos. Algunas mujeres judías, como Urrusol, a la muerte de sus maridos, se hacían cargo de los negocios de estos. Otras realizaron fuera de la casa algunos oficios como: criadas (de otras familias judías o judeoconversas), nodrizas, artesanas (tejedoras, costureras, tintoreras).

Las mujeres judías también aparecen citadas muchas veces como hechiceras, lo que en realidad tenía que ver con el oficio de atender y cuidar enfermos o con mantener las tradiciones que incluían ritos extraños para otros.

6. La división social del mundo judío

Los judíos eran una minoría dentro de la sociedad cristiana medieval, lo mismo que los moriscos de los territorios conquistados por los reyes cristianos. Constituían una sociedad dentro de otra sociedad, la cristiana, que los acogía con recelo y los segregaba.

Estaban sometidos directamente a los reyes, que los “protegían” en apariencia, pero que los explotaban cuando necesitaban recursos económicos; en este sentido, pagaban muy cara su protección. A los judíos no les estaba permitida la posesión de la tierra ni su explotación; por este motivo vivían en los núcleos urbanos.

En su composición social podían distinguirse tres grupos:

  • Un grupo poco numeroso pero bastante influyente, integrado por financieros, grandes mercaderes (comerciaban con metales preciosos, joyas, especias, telas lujosas), médicos y cirujanos prestigiosos;
  • Un grupo más numeroso de pequeños propietarios, formado por prestamistas, comerciantes y artesanos (plateros, fundidores, curtidores, tejedores, zapateros…);
  • Un abundante sector de trabajadores por cuenta ajena o asalariados (oficiales y aprendices artesanos, dependientes, criados…).

La desigualdad en las condiciones de vida de unos y otros grupos provocaba tensiones en la sociedad judía, pues los sectores más pobres recelaban de los ricos. 

7. La coexistencia de las tres religiones

En el Medievo hubo largos periodos en que el estrecho contacto entre los diversos pueblos de la Península condujo a una tolerancia mutua entre las tres principales comunidades: cristianos, musulmanes y judíos. Dentro de los territorios de cada comunidad vivían grupos religiosos minoritarios: bajo dominación musulmana había cristianos (los mozárabes), bajo el dominio cristiano musulmanes (los mudéjares), y en ambos espacios la minoría judía.

Las diferentes comunidades vivían unas al lado de las otras compartiendo numerosos aspectos en la lengua, la cultura, la comida, el vestido… que diluía los prejuicios. A menudo se acordaban alianzas militares sin tener para nada en cuenta la religión.  

La Península se distinguía del resto del continente por la coexistencia religiosa y por la pluralidad de credos de sus gentes. Fernando III, rey de Castilla de 1230 a 1252, se llamaba a sí mismo “rey de las tres religiones”, pretensión singular en una época de creciente intolerancia en Europa. Su hijo, Alfonso X, que reinó hasta 1284, fundó la Escuela de Traductores de Toledo con sabios cristianos, musulmanes y judíos.

Los historiadores no son partidarios, no obstante, de utilizar el término de convivencia entre las tres religiones. No existían fuertes lazos entre unos y otros grupos, ni una igualdad de derechos. Había una simple coexistencia en que ni se perseguía ni se expulsaba a los grupos minoritarios al considerar su presencia algo útil. Esta coexistencia y tolerancia llega a su fin con la política iniciada por los Reyes Católicos.

8. El sentimiento antijudío

A lo largo de su presencia en Sefarad los judíos conocieron épocas de buena convivencia con cristianos y musulmanes y épocas de rechazo y conflicto. Pero durante los siglos XIV y XV, factores de carácter religioso, económico, político y social concitaron un clima general de hostilidad. La comunidad judía se convirtió en el blanco de las iras populares acusándola de ser la causa de todos los males que asolaban a una sociedad en crisis.

El antijudaísmo tiene un origen religioso. Es la Iglesia Cristiana, nacida del judaísmo, la que inicia una persistente denuncia de los judíos y de su religión. Les acusa de ser los asesinos de Cristo y los caracteriza como compañeros del diablo, raza de víboras, enemigos de todo lo bello, cerdos y cabras… Una predicación sistemática que dejaría honda huella en la conciencia de las masas cristianas.

Los judíos tenían entre sus ocupaciones el prestar dinero con interés, actividad prohibida a los cristianos. También se dedicaban al cobro de impuestos al servicio de reyes, nobles y hacendados. Tales actividades económicas generaban, con frecuencia, conflictos.

Entre los factores políticos debe destacarse la guerra que asoló Castilla mediado el siglo XIV por la sucesión del trono entre Pedro I y Enrique de Trastamara. La comunidad judía, acusada de apoyar a uno de los contendientes (a Pedro I), sufrió las consecuencias de la derrota y tuvo que hacer frente a los gastos de la contienda.

Por último, deben tomarse en consideración aspectos sociales y culturales. A los judíos se les acusaba de cosas tan insólitas como ser los causantes de las hambrunas periódicas o de la peste. Se interpretaba que tales desgracias eran consecuencia de la cólera divina ya que el pueblo judío ofendía a Dios con su simple presencia. Se convertían así en «chivos expiatorios» de una comunidad atemorizada. Llegó a atribuírseles una imagen estereotipada con amplia difusión en el arte y la literatura: la nariz afilada, la tez morena, la falta de mentón e incluso se decía que tenían un olor característico.

9. Las persecuciones

La época dorada de la judería española acabó a finales del siglo XIV con una cadena de saqueos y matanzas. Las persecuciones no partieron de los reyes ni de la Iglesia, sino del pueblo inculto, enardecido por los frailes en un contexto de peste que diezmó la población. Jugó en ello un papel destacado Ferrán Martínez, un clérigo fanático y lleno de odio, que incitaba a sus oyentes a vengar a Cristo matando a los judíos con sus propias manos. Ordenó a sus feligreses la destrucción de todas las sinagogas de Sevilla. El 4 de junio de 1391 la chusma asaltó la judería, matando a muchos judíos y bautizando por la fuerza a otros, quemando las sinagogas y convirtiendo otras en iglesias. La explosión de Sevilla se propagó como un reguero de pólvora. A todas las ciudades y poblaciones con juderías llegaban bandas de matones, dispuestos a asesinar, bautizar e incendiar. En dos semanas llegaron a Toledo y destruyeron la mayoría de sus magníficas sinagogas.

El 9 de julio era asaltada la judería de Valencia. El 2 de agosto se asaltó la judería de Palma de Mallorca, matando a cuatrocientas personas. El 5 de agosto saqueaban la de Barcelona, matando a cien judíos. En aquel verano aciago sólo se salvó la judería de Zaragoza gracias a que residían en la ciudad los reyes de Aragón y a que la presencia de sus tropas impidieron que llegaran allí los disturbios.

Vivían entonces en los reinos cristianos alrededor de doscientos mil judíos, el tres por ciento de la población. Una tercera parte cayó asesinada. Otra tercera parte fue convertida a la fuerza. El resto, pese a permanecer en su fe, logró salvarse. La comunidad judía había quedado herida de muerte. Ya nunca volvería a ser lo que fue. 

10. Las Conversiones

A lo largo del siglo XIV y del XV, presionados por el odio popular y por las predicaciones de franciscanos y dominicos, numerosos judíos se convirtieron en masa al cristianismo. Enloquecidos de terror, los hebreos cambiaban de religión para salvar sus vidas y sus fortunas. Algunos se hicieron cristianos sinceros, como pone de manifiesto que muchos llegaron a ser obispos, frailes y aun miembros del Consejo Supremo de la Inquisición; otros seguían siendo judíos a escondidas.

Aunque mediante la conversión salvaban la vida, lo que no lograban era la tranquilidad. Al revés, desde el momento en que eran bautizados, pasaban a ser súbditos de la Iglesia y objeto permanente de sospecha. Los judíos llamaban anusin (forzados) a los conversos o cristianos nuevos; los cristianos viejos los llamaban marranos.

Con la finalidad de vigilar a los conversos se creó una institución que se convertiría, con el tiempo, en un tribunal odioso: la Inquisición. En los doce años siguientes a su establecimiento, ésta pretendía haber descubierto –mediante tortura- 12.000 casos de conversos que judaizaban.

Tras el decreto de expulsión de 1492, quienes no optaron por el exilio se vieron obligados también a la conversión. Cerca de la mitad de la población judía eligió este destino. Bajo la apariencia de cristianismo, numerosos conversos continuaron con su fe judía y sus prácticas judaizantes. De modo que la pretensión de unidad religiosa que amparó el decreto de expulsión tuvo el efecto contrario, la generación de una minoría, la de los conversos, que sufriría todas las desventajas del prejuicio y muy escasos beneficios. Seguían discriminados y eran objeto de las mismas calumnias absurdas de infanticidio o de profanación de la hostia que los judíos.

11. La Inquisición

En el 1478, el papa Sixto IV concedió a los Reyes Católicos autorización para establecer la Inquisición en Castilla. En 1483 se implanta en Aragón. Se trataba de un tribunal eclesiástico mediante el cual franciscanos y dominicos pretendieron el control de la vida de los conversos. Conocido como el Santo Oficio, con el tiempo se ocupó también de los judíos, moriscos, luteranos y de asuntos como la bigamia o el incumplimiento del celibato. Ejerció, a la vez, un gran control para evitar la difusión de las ideas modernas en España, elaborando sucesivos índices de libros prohibidos.

La Inquisición funcionó conforme a un código de derecho, las llamadas Instrucciones, elaboradas por inquisidores como Tomás de Torquemada, Diego de Deza y Fernando Valdés Salas.

Como resultado del proceso inquisitorial al acusado se le hacía participar en una ceremonia pública denominada «auto de fe» donde podía ser absuelto, condenado a galeras, obligado a portar «sambenito» o a morir en la hoguera.

Sobre el total de los aproximadamente 50.000 procesados en el período que va de 1560 a 1700, de los que hay registro, fueron juzgados como judaizantes (5.007); moriscos (11.311); luteranos (3.499); alumbrados (149); supersticiosos (3.750); herejes (14.319); bígamos (2.790); solicitadores (1.241); ofensores al Santo Oficio (3.954); varios (2.575).

Algunos historiadores señalan que la Inquisición debería ser entendida como un reflejo de intereses sociales, políticos y económicos más que religiosos. El problema habría sido causado por la nobleza y el clero que, para defender sus privilegios, alentaron al pueblo llano contra los judíos, algunos de los cuales desempeñaban papeles influyentes.

La Inquisición desarrolló su actividad durante 356 años, siendo disuelta definitivamente en el año 1834, al inicio de la regencia de María Cristina (minoría de edad de Isabel II).

12. La expulsión

El decreto de expulsión de los judíos fue firmado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492 en la Alhambra de Granada, culminando así un proceso creciente de persecución de judíos y conversos tanto en Aragón como en Castilla. La Inquisición convenció a los Reyes de que la única manera de evitar la herejía de los conversos era aislándolos completamente de los judíos que no habían renunciado a su fe. Y nada mejor para ello que la expulsión de estos.

En el decreto se ordenaba, a quienes no abrazaran el cristianismo, la salida inmediata del país en un plazo máximo de cuatro meses. Su incumplimiento se castigaría con la pena de muerte y la confiscación de todos los bienes.

Quienes optaran por el exilio sólo podrían llevarse aquellas propiedades que pudieran transformar en letras de cambio o en mercancías exportables. Esto benefició a bastantes personas, ya que los judíos se vieron obligados a malvender sus casas, sus propiedades y todo lo que tenían, pues no podían sacar del país ni oro, ni plata, ni dinero.

No se sabe con exactitud cuántos judíos había ni cuántos partieron al destierro. Cálculos estimativos los cifran en unos 220.000, la mitad de los cuales abandonó el país y el resto se convirtió al cristianismo bajo la vigilancia atenta de la Inquisición. Una parte de los que abandonan el país, tras las dificultades encontradas, regresa de nuevo y se somete al Decreto. A finales del siglo XV la población de la península ibérica era de unos 7 millones.

Quienes persistieron en su fe, emprendieron la marcha por diferentes vías. Unos los hicieron por tierra hacia Navarra, Francia o Portugal, de donde serían también expulsados en 1497. Otros embarcaron en los puertos del Cantábrico (Laredo, principalmente), del Mediterráneo (Cartagena), o del Atlántico (Cádiz, Sanlúcar, Puerto de Santa María).

Para unos, el destino final sería el actual Marruecos, Italia o el Imperio Turco. Otros acabaron en Amberes o Ámsterdam. Este éxodo dio lugar a las comunidades sefardíes.

13. Limpieza de sangre

Después de las conversiones forzadas de los siglos XIV y XV, los judíos que conservaron el derecho de permanecer en su patria mediante el bautismo, acabaron fundiéndose en la sociedad hispánica, pero fueron sometidos a la vigilancia estrecha de la Inquisición.

Amplios sectores de la población, que seguían viendo en ellos a unos peligrosos enemigos del cristianismo, reaccionaron contra la política de asimilación de los Reyes Católicos. Con el fin de distinguir entre cristianos viejos y cristianos nuevos (conversos) se hizo uso del linaje familiar para señalar a quienes no tuvieran limpieza de sangre, es decir, aquellos que tuvieran algún antepasado judío, musulmán o condenado como hereje por la Inquisición.

La discriminación llevó a impedir el acceso de los cristianos nuevos a los cargos públicos, a las órdenes religiosas, a las universidades, a los gremios o a imposibilitar su viaje a las Indias. Incluso se les prohibía residir en determinados territorios especialmente celosos de preservar su pureza de sangre.

Con el paso de los años, la limpieza de sangre se convertiría en símbolo orgulloso de un país que identifica lo español con la ortodoxia católica, asunto que está en la raíz del casticismo, el pensamiento tradicionalista de la España contemporánea.

14. El exilio de los sefardíes

Los judíos expulsados en 1492 acabaron por establecer su residencia definitiva en distintos países: por una parte, en los territorios que corresponderían actualmente a Holanda, Francia, Italia, Alemania e Inglaterra; por otra, en los del norte de África, Grecia, los Balcanes, Turquía y Siria. Se instalaron en aquellos lugares en que encontraron la posibilidad de practicar su religión más o menos libremente y de dedicarse a las ocupaciones que les permitieran vivir con desahogo.

Los sefardíes del primer grupo fueron asimilándose, haciendo suyas la lengua y las costumbres del país en que vivían. Sin embargo, los del segundo grupo conservaron su culto, sus leyes, sus costumbres y sus tradiciones. Durante siglos continuaron hablando el español del siglo XV, el judeoespañol.

Después de siglos de olvido, España redescubre su presencia, con enorme sorpresa, a mediados del siglo XIX, al ocupar el norte de África el ejército español. Notorio fue también el encuentro del doctor Ángel Pulido Fernández, a finales del mismo siglo, con los sefardíes en las orillas del Danubio. A partir del año 1924 y hasta 1930, el Estado español concedió la nacionalidad española a aquellos sefardíes que la solicitaron.

Lamentablemente, muchos de los judíos sefardíes acabarían sus días en las cámaras de gas de la Alemania nazi.

En la actualidad más de 300.000 descendientes de los expulsados en 1492 siguen hablando en judeoespañol y conservan las tradiciones y costumbres heredadas de sus antepasados

Propuesta didáctica

-ESO
-Bachillerato
-Experiencias

Bibliografía

Mapa de contenidos

Autoría

Grupo Eleuterio Quintanilla
http://www.equintanilla.com

Han realizado el trabajo:

Ana Gloria Blanco, Chema Castiello, Ignacio Elola, María Jesús Fernández Ollero, Fernando Gallego, Juana Lobo, Juan Nicieza, Maite Odriosolo, y Casimiro Rodríguez.

Han colaborado mediante el desarrollo de experiencias de aula e informes:

Mercedes Álvarez González, Ana Ceballos Díaz, Silvia Hevia Castiello, María Jesús López Campo, Idoya Martínez-Díaz Monasterio-Guren, Manuel Juan Martínez Pérez, Olga Otero Cobo, Cristina Pérez Lozano, Pedro A. Sáez Triviño.

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