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10. Las Conversiones

A lo largo del siglo XIV y del XV, presionados por el odio popular y por las predicaciones de franciscanos y dominicos, numerosos judíos se convirtieron en masa al cristianismo. Enloquecidos de terror, los hebreos cambiaban de religión para salvar sus vidas y sus fortunas. Algunos se hicieron cristianos sinceros, como pone de manifiesto que muchos llegaron a ser obispos, frailes y aun miembros del Consejo Supremo de la Inquisición; otros seguían siendo judíos a escondidas.

Aunque mediante la conversión salvaban la vida, lo que no lograban era la tranquilidad. Al revés, desde el momento en que eran bautizados, pasaban a ser súbditos de la Iglesia y objeto permanente de sospecha. Los judíos llamaban anusin (forzados) a los conversos o cristianos nuevos; los cristianos viejos los llamaban marranos.

Con la finalidad de vigilar a los conversos se creó una institución que se convertiría, con el tiempo, en un tribunal odioso: la Inquisición. En los doce años siguientes a su establecimiento, ésta pretendía haber descubierto –mediante tortura- 12.000 casos de conversos que judaizaban.

Tras el decreto de expulsión de 1492, quienes no optaron por el exilio se vieron obligados también a la conversión. Cerca de la mitad de la población judía eligió este destino. Bajo la apariencia de cristianismo, numerosos conversos continuaron con su fe judía y sus prácticas judaizantes. De modo que la pretensión de unidad religiosa que amparó el decreto de expulsión tuvo el efecto contrario, la generación de una minoría, la de los conversos, que sufriría todas las desventajas del prejuicio y muy escasos beneficios. Seguían discriminados y eran objeto de las mismas calumnias absurdas de infanticidio o de profanación de la hostia que los judíos.


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