COMENTARIO

 

COMENTARIO

Son las 16:12 horas de esta tarde lluviosa y el tren llega con una puntualidad solo esperable en un país de riqueza más o menos bien repartida, ni siquiera es necesario pensar en Noruega o Dinamarca. A la misma hora del mismo día –resten Vds o sumen las que estimen necesarias si cambian de continente- en una destartalada estación que bien merecería otro calificativo no importa la hora y no sabemos si es lunes o jueves. Tan solo reina la esperanza en que el tren aparezca cuando estemos lo suficientemente despiertos para no perderlo, para no ser descuartizados por él, en un país de pobreza tan extendida que ni siquiera es preciso pensar en Haití o en Sierra Leona. Y así pasan las horas y los días y los trenes en este mundo tan pequeño, pero tan dispar.

“Sin nombre” es la historia de ese tren que no se debe dejar pasar aunque la vida vaya en ello, porque en ello va la vida. Y la muerte. Y entre la vida y la muerte se extiende un velo finísimo que muy a menudo hace de la primera la meta definitiva y el descanso eterno para el ya desesperado y cansado, mientras hace de la segunda una suerte de pseudoexistencia en manos de un sistema económico y social en el que vivir y sobrevivir se confunden. La Bestia que no debe dejarse pasar describe un abigarrado y triste deambular de esperanzas racionales y absurdas a la vez, porque no son incompatibles la búsqueda de una vida mejor y el conocimiento de que en realidad se conseguirá acceder a un malvivir.

Mientras acompañamos a nuestros protagonistas hondureños –entre otros- en esta road movie de la esperanzada desesperanza, descubrimos la lúgubre presencia de la Mara, esa especie de estado paralelo propio de Estados fallidos en los que a sus poblaciones sólo llegan el himno y el fútbol, no los servicios públicos básicos o la ley. La Mara ofrece protección, orden y ley a cambio de lealtad ciega al líder, masculinidad militante y justicia vetustotestamentaria. Por sus territorios transitan pobres abandonando sus pobres países en una ruta de miseria en la que se cruzan fronteras pobres entre países pobres en los que los pobres se matan entre sí. Narcotráfico, esclavismo, prostitución infantil, feminicidio, nombres comunes todos ellos de los sin nombre, “negligencias intencionadas del poderoso para que algunos pobres crean detentar un poder que no es poder, “Mara” omnipresente, como diría el 84 de Orwell, la guerra no se hace para conquistar territorios, sino para que sea perpetua, en una continua destrucción-renovación de los medios de producción.

El título está perfectamente elegido, no solamente porque el emigrante es anónimo, sino porque la globalización recién instalada exige desconexiones, desafecciones y deslocalizaciones por las que el íntimo yo, que cada uno es, queda separado de la familia de los amigos, de las emociones, de los lugares propios, de las lenguas madre. Todos los aeropuertos, supermercados y centros comerciales del mundo son iguales. Todos los viajes sur-norte y este-oeste son iguales. Todos los desplazados fueron depredados y descolonizados de igual manera, expoliados sus recursos por las mismas manos. Su viaje no pretende sino  recuperar miserablemente una ínfima parte de la apropiación indebida de la que fueron objeto a cambio de mucho trabajo, alambradas electrificadas, muros de la vergüenza, mares hambrientos y xenofobia en el país de “acogida”. Es un viaje que no enriquece aunque a la riqueza apunte, porque no ensanchará el alma. A medida que se avanza, el rostro almacena rastros de fatiga al mismo ritmo que suciedad el cuerpo y desgaste la indumentaria. Parecer un delincuente no es serlo, pero cuán difícil es demostrarlo. Primo Levi describe una escena real en su “Si esto es un hombre” en la que se le convoca a un examen de química para acceder a un puesto de encargado del almacén de productos químicos en el campo de exterminio de Auschwitz. Frente a su examinador alto, rubio y bien uniformado, el químico judío Leví, prisionero y casi muerto en vida –doctor en Química por la universidad de Turín- sabe que no va a ser creído, basta con mirar mis manos sucias, mis pantalones con costras de fango. Cuando se emigra como lo hacen nuestros protagonistas en la película, caminando por desiertos que devoran zapatos, navegando por mares que escupen sal quemadora de rostros y miembros, saltando muros que quiebran espaldas y tobillos, es fácil interiorizar la sensación de que se es, simple y llanamente, una bestia que huye, no un trabajador con derechos de ciudadanía cosmopolita, no un ser humano con derechos y deseos legítimos. Ya no sólo hay una Bestia, el tren impredecible y casi clandestino. Las dictaduras, los holocaustos, algunos sistemas democráticos neocapitalistas, la globalización tendenciosa y muchas burocracias autocomplacientes saben desde hace mucho tiempo como convertir a un ser humano en una bestia, incluso ante sus propios ojos. Decía Andre Gide: se te castiga, entonces debes ser culpable. Y ocurre hoy millones de veces simultáneamente.

Los jóvenes que esperan en el opulento norte deben, al menos, ser conscientes de ello.

 

.